En estos días el Senado de la Nación ha votado la ley que se conoce como de muerte digna. Cabe preguntarse, en primer lugar, ¿que hace posible que una muerte tenga dignidad, decoro, recato? ¿Qué tiene que tener una muerte inminente para que, paradójicamente, pueda llegar a ser ‘vivida’ con dignidad?
La muerte es la pérdida irreversible de las funciones biológicas que sostienen la vida. Pero para la persona que va a morir es mucho más que eso: significa dejar de existir, algo que al ser humano le resulta difícilmente pensable. Es representarse la nada, el vacío, lo negativo, lo inexistente, lo que deja de ser. Uno se la imagina como tránsito, trance o partida, un retorno a los comienzos. Nos acerca a lo perecedero, a lo precario, a lo que tiene término en la vida. Su presencia marca una ausencia y como tal, está asociada a sentimientos muy fuertes que implican falta, separación, desaparición o abandono, como también a desamparo, soledad y orfandad.
Una muerte digna es hacer llevadero el momento final y enfrentar estos sentimientos. Requiere que ese sujeto que va a morir sea reconocido hasta su último suspiro, que quienes lo rodean, los familiares, el equipo médico estén prestos a devolverle una imagen valorada de sí y sostengan un genuino deseo de escucharlo o de estar con él en su tránsito a la muerte. Aceptar su necesidad de contacto o de desvinculación, de conocer su estado o de ocultarlo, de reconocerlo o de negarlo. El paciente a menudo acepta la muerte y la niega. Como siempre es la verdad la que está en juego y cómo administrarla. Si es posible, que el médico pueda elaborar con el paciente el advenimiento de una ‘buena’ muerte.
Estos momentos requieren, entre otras cosas, empezar entre médico, paciente y familiares a ‘nombrar’ la muerte en sus múltiples significaciones pero también haciéndola circular en silencio: en la mirada, en compartir sentimientos, en el reconocimiento mudo de la propia finitud. Como ha dicho E. Kubler Ross, una experta en estas situaciones: “Aquellos que tienen la valentía y el amor de sentarse con el paciente que va a morir en ‘el silencio que va mas allá de las palabras’ sabrán que ese momento no es aterrorizador ni doloroso, sino la pacífica cesación de la vida”.
Como respuesta a la llamada “medicalización de la muerte” han aparecido tendencias en favor de devolverle a los últimos momentos la dignidad y el sentido que había empezado a perder. La ley que ha sido votada va en esa dirección. En primer lugar, reconoce a los protagonistas un espacio abierto para tomar decisiones cruciales y poner límites sobre ciertas terapias y procedimientos médicos que involucran al paciente y a su familia. De esta manera se activa un preciado y necesario diálogo entre ellos y les evita vivir esta experiencia extrema esperando pasivamente y sentarse a esperar que ocurra lo que tiene que ocurrir. Les devuelve protagonismo, autonomía y el derecho a opinar, condimentos esenciales de salud mental.
Al mismo tiempo, los hace participantes responsables de una elección dramática. Aquí cabe recordar que las decisiones humanas son altamente complejas, impulsadas a menudo por elementos contradictorios y desconocidos para quien las toma. Los psicoanalistas las reconocemos como inconscientes. Y aquellas que en especial tomen los familiares dejarán huellas, cualquiera haya sido la decisión tomada que podrán tener repercusiones en el futuro proceso de duelo que se avecina.
Al médico también le caben estas reflexiones. Hay, sin embargo, dos elementos que pueden hacer para ellos más llevadera esta pesada carga. Uno, la posibilidad de compartir la decisión con otros, sobre todo con el paciente. En lugar de que estas situaciones transiten en la clandestinidad, como a menudo ha ocurrido, la ley ha permitido habilitar un espacio de diálogo, esencial para compartir estas situaciones. Se recupera el valioso valor terapéutico de la palabra. Y alivia a los protagonistas, sobre todo a los médicos y familiares, saber que, de ahora en más, cuentan con el resguardo legal que le brinda legitimidad social a sus decisiones.
* El doctor Héctor Ferrari es miembro titular y ex rector del Instituto Universitario de Salud Mental (IUSAM) de la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA) y fue director del Departamento de Salud Mental de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.