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Todo tiene sus límites

Recuerdo con horror los años en que las mamás decidían, no sólo lo que los hijos debíamos hacer, sino hasta lo que debíamos sentir, pensar y decir. Por fortuna, desde hace un tiempo se vio la importancia de ir permitiéndoles a los niños aprender a tomar ciertas decisiones desde pequeños. Pero en el proceso de hacerlo, a menudo nos hemos ido al otro extremo. Hoy es usual que desde que saben hablar los niños decidan qué quieren comer; cómo quieren vestir, a qué horas quieren dormir, a dónde quieren ir, qué harán y, lo que es peor, lo que debemos hacer nosotros.  Es decir, los niños hoy no sólo tienen voz sino también voto y veto en la familia.

 

Si desde pequeños los niños han estado decidiendo casi todo ¿qué nos hace pensar que no lo seguirán haciendo a medida que van creciendo? Los problemas de ingobernabilidad de los jóvenes, con que se están viendo enfrentados muchos padres, son en buena medida el resultado de que se les enseñó, no a tomar decisiones, sino a que ellos son quienes toman todas sus decisiones.

 

Por lo anterior, no es de sorprender que muchos padres se estén hoy viendo abocados a que desde los 12 o 13 años los hijos “se manden solos” y que, en el mejor de los casos, se limiten a notificarles lo que se proponen hacer.  El hecho de que les provoque, por ejemplo, salir a parrandear cualquier día o irse de fin de semana con sus amigos es suficiente para que lo hagan, sin importarles si sus padres lo aprueban o no. Y no valen ruegos ni amenazas porque ellos simplemente se van sin nuestro consentimiento. Y lo peor es que ni siquiera consideran que al hacerlo están obrando mal.

 

Hoy los niños ya no juegan a que ellos son el papá y la mamá, sino que en efecto actúan como tales cuando gobiernan sus vidas y hacen lo que les viene en gana. Y a esto llegaron porque les permitimos tomar demasiadas decisiones desde sus primeros años de vida. Una cosa es respetar su autonomía e irles dando ciertas libertades a medida que van creciendo, pero otra es dejarlos estar al mando de sus vidas antes de que tengan la capacidad de auto-regularse y los criterios para hacerlo.

 

Tenemos que revisar las razones que nos animan a darles a los hijos más poder del que pueden y deben manejar.  El precio a pagar por evitar el conflicto, por subsanar nuestras culpas, por ganarnos su “amistad” o por complacerlos para verlos felices no puede ser legarles el manejo de su vida. Al darles demasiado poder de decisión estamos empujando a los niños, no a que vivan su vida, sino a que se pierdan en un mundo que desconocen.

 

www.angelamarulanda.com

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