El derecho de los pacientes a estar informados

El filósofo griego Aristóteles, 300 años antes de Cristo, dijo: “El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona”. Trasladada al campo de la medicina, hoy la frase sirve para describir el profundo cambio en la concepción social del papel que juegan los pacientes.

Tradicionalmente, la relación entre éstos y sus médicos se caracterizó por tener rasgos paternalistas: se exigía al enfermo obediencia y confianza en los profesionales, quienes tomaban decisiones médicas sobre la base de su propio criterio para el beneficio del afectado. Por el contrario, la relación asistencial actual se rige –o aspira a hacerlo– por los principios éticos de dignidad, libertad y autonomía de las personas, plasmados en muchos países a través de leyes que defienden el derecho de los pacientes a informarse sobre su salud, para luego tomar decisiones acordes a sus propios valores e intereses, aún cuando éstas no coincidan con las del médico.

El elemento central para garantizar este derecho es el proceso de consentimiento informado (CI), que en Argentina se encuentra regulado desde 2009, luego de la sanción de la ley 26.529, que entró en vigencia al año siguiente.

La esencia de un derecho

 

Para las doctoras Rosa Pace y Laura Pezzano, presidente y coordinadora, respectivamente, del Comité de Bioética Asistencial del Hospital Italiano de Buenos Aires, solicitar el consentimiento a un paciente es una práctica habitual y natural de la medicina, que hace al contrato de confianza médico-paciente. “Uno siempre conversa con la persona y le consulta antes de revisarla, palparla o ponerle una inyección”, señala Pace a DocSalud.com y aclara que muchas veces ese proceso se realiza en forma tácita u oral. “Lo que la ley dictamina es cuándo se vuelve conveniente convalidarlo por escrito”, puntualiza.

Las cirugías, las internaciones y los procedimientos invasivos de diagnóstico o tratamiento son prácticas asistenciales que requieren una declaración de voluntad escrita –la firma del documento de CI– por parte de la persona involucrada o de sus representantes legales; claro está, luego de haber recibido –como dice la norma– información “clara, suficiente y adecuada a la capacidad de comprensión del paciente sobre su estado de salud, los estudios y tratamientos que fueren menester realizarle y la previsible evolución, riesgos, complicaciones o secuelas”.

“Muchas veces esta información es difícil de manejar en una sola consulta” explica Pezzano y agrega que “el documento de CI ayuda a puntualizar todas las cuestiones que debieran considerarse para que el paciente pueda decidir si quiere que se le realice esa práctica o no”. Pace señala otra ventaja de la declaración escrita: “Se sabe que al salir de una consulta, todos los individuos, incluso los médicos cuando están en posición de pacientes, olvidan la mitad de lo hablado, sobre todo cuando son noticias malas o estresantes. El CI es una ayuda memoria que refuerza lo transmitido en forma oral”. Además, enfatiza: “Su esencia es puramente ética; el papel es una cuestión legal, una constancia que certifica que la información se transmitió y que el proceso se dio como corresponde”. Y afirma que los pacientes pueden solicitar una copia del documento.

El fantasma de la mala praxis

Por las urgencias de la medicina de hoy, que con frecuencia minan la buena relación médico-paciente, puede suceder que el proceso de CI no se realice de manera apropiada. “Recibí el documento mientras estaba en la sala de espera”, cuenta una paciente que prefiere no revelar su nombre y continúa: “Me dijeron que lo debía firmar para hacerme el estudio. Al leerlo, me enteré de que el procedimiento requería anestesia. Además, figuraba el nombre de la médica que se suponía me había explicado los riesgos (se mencionaban infecciones) y, hasta ese momento, yo no la conocía. Eso me dio mucha inseguridad. Me negué a firmarlo hasta hablar con ella. Al entrar al consultorio, me dijo que se había equivocado, que ese documento no correspondía al estudio que yo me tenía que hacer”.

Con respecto a este documento, Pace indica que “siempre la sombra del CI ha sido la mala praxis; que el documento no busca mejorar el proceso de información y avalar el derecho del paciente a tomar decisiones sobre su salud, sino que es una forma en que un profesional o su institución pueden protegerse legalmente”. Pero la realidad, según aclara,  “es que ningún CI puede proteger de la mala praxis por negligencia, impericia o imprudencia sino que su función es garantizar que el proceso de transmisión de información se cumplió como corresponde”.

La doctora María Susana Ciruzzi, abogada y miembro del Comité de Bioética del Hospital Garrahan confirma que la firma de un documento de CI o de cualquier otra índole no es obstáculo para que posteriormente se pueda denunciar una mala praxis, si ésta existe. Incluso, aclara que la jurisprudencia comienza  a entender como práctica inapropiada a la falta de consentimiento informado o a que no se lo tome de manera correcta, ampliando así el concepto original de mala praxis.

“El caso más frecuente entre las malas prácticas del CI es aquel donde un administrativo entrega el documento unos minutos antes, por ejemplo, de que el paciente entre al quirófano. Esto es terriblemente común, tanto en el ámbito público como privado”, lamenta Ciruzzi y remarca que el problema fundamental es que el paciente desconoce sus derechos y que aún siente un temor reverencial hacia el médico. “Teme que si pregunta, el profesional sienta que la persona los enfrenta o que duda de su capacidad, entonces se queda con lo que le dice la secretaria y firma, a veces incluso sin leer”, agrega.

Al firmar el documento, el paciente acepta haber recibido toda la información y cuando el caso llega a los tribunales, Ciruzzi advierte que es muy difícil para una persona que reconoce su firma demostrar que efectivamente esa explicación no existió. Sin embargo, aclara que la firma de formularios pre-impresos que a veces carecen del nivel de detalle suficiente –por ejemplo, en relación a los riesgos de un procedimiento– es una presunción en contra del médico de una institución.

Por otra parte, la legista señala que hay una nueva tendencia en los tribunales a considerar que quien se encuentra en la obligación de probar un hecho es quien se encuentra en mejores condiciones, y una institución está en mejores condiciones de probar que hizo lo médicamente correcto que un paciente de demostrar una práctica inapropiada.

Para evitar llegar a estos extremos, Ciruzzi recomienda volver a la relación médico-paciente de confianza, como la que en su momento se tenía con el médico de familia. Desde su experiencia, Pezzano asegura que, cuando hay una buena relación y cuando el proceso de comunicación es el adecuado, las personas pierden el miedo y no tienen reparo en firmar el documento. “Si uno les explica que es un derecho que tienen como pacientes, lo ven como tal”, agrega Pace.

Sobre el tiempo que una persona puede necesitar para reflexionar sobre su decisión, Pezzano dice: “Lo ideal es que, cuando los tiempos lo permitan, el paciente se lleve el CI y vuelva con la situación reflexionada. Pero hay mucho para mejorar en ese sentido”. Según sugiere el abogado Oscar Garay en sus Apostillas acerca de la ley 26.529 de Derechos del Paciente en su Relación Con los Profesionales e Instituciones de la Salud, un tiempo prudencial de maduración y reflexión puede ser de 48 horas, plazo estipulado para el mismo fin por la ley 24.193 de trasplantes. 

No saber y no querer también son derechos

La legislación también contempla el derecho de las personas a no conocer cierta información, a rechazar un tratamiento o estudio diagnóstico, a revocar una declaración previa de consentimiento (o a consentirla si la hubiera previamente rechazado, siempre que las condiciones médicas aún lo justifiquen) e, incluso, a dejar por escrito “directivas anticipadas”, es decir, indicaciones de cómo quiere que procedan los médicos ante una situación futura donde, por algún motivo –como demencia, coma, confusión, pérdida del habla o del entendimiento–, no esté en condiciones de manifestar su voluntad ni de lograr o de que su manifestación sea tomada en cuenta.

Al respecto, Pace explica que el reconocimiento del paciente como adulto autónomo y competente implica que no se lo puede obligar a informarse ni a someterse a ninguna práctica médica. Y sobre el posible dilema que esto puede acarrear a los profesionales de la salud opina: “La obligación del médico, y en lo que más debe esforzarse, es en que el paciente entienda lo que gana y arriesga con una determinada decisión. Uno puede tratar de persuadirlo, ser enfático sobre lo que cree que es mejor para él, pero nunca coaccionarlo ni obligarlo”. Pezzano coincide: “Respetar la decisión de un paciente también es lo mejor que un médico puede hacer.”

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