El accidente en la central de Fukushima, aunque menor que la catástrofe de Chernóbil, nos enfrenta a serios interrogantes sobre la energía atómica y la salud pública. Sin embargo, el debate tiene que considerar también las serias consecuencias del cambio climático en curso y las derivaciones sanitarias de una oferta energética escasa (y costosa), obligando a la gente a quemar leña para cocinar y calentarse.
La energía atómica amedrenta por sus accidentes (Three Mile -1979-, Chernóbil -1986- y Fukushima -2011-) y por los efectos poblacionales perniciosos de las plantas en funcionamiento. Las radiaciones dañan directamente los tejidos (como se ve en la irradiación aguda de los operarios de la planta) o alteran el ADN de las células, provocando anomalías de su crecimiento a largo plazo (tumores, malformaciones congénitas y daño neuronal, entre otros). Los estudios muestran que a casi treinta años del accidente de Three Mile, aumentó la incidencia de cáncer de tiroides en las poblaciones afectadas. En el caso especial de Chernóbil se verifica lo mismo, pero se agrega mayor incidencia de otros tumores, aumento de la mortalidad general y probablemente mayor incidencia de demencia. Qué pasará con Fukushima es algo que responderá el tiempo, aunque no será inocuo.
La pregunta abierta es si el normal funcionamiento de los reactores nucleares afecta o no la salud de las poblaciones aledañas. Un célebre estudio realizado en Alemania (Estudio KiKK) mostró que la incidencia de leucemia y otros cánceres puede aumentar hasta dos veces en menores de cinco años que viven a menos de 5 km de los reactores. Y si bien hay controversia, desde el punto de vista médico es opinión mayoritaria que existe un cierto efecto de las plantas nucleares sobre la salud de los vecinos, aunque el número de perjudicados es siempre bajo porque se trata de enfermedades infrecuentes.
La alternativa es quemar petróleo y derivados, o carbón, responsables del 90% de la energía mundial actualmente utilizada. Esto libera partículas contaminantes a la atmósfera con dos consecuencias: polución ambiental y efecto invernadero. La polución ambiental cuesta, según estimaciones de la OMS, unas 800 mil vidas anuales en todo el mundo por enfermedades respiratorias, especialmente en países donde la industrialización y la motorización avanzan a gran escala, pero sin los estándares de seguridad y eficiencia de países avanzados.
El efecto invernadero y cambio climático, agravados por el uso de fertilizantes agrarios, causan ya 150 mil vidas anuales (lluvia ácida, erosión y desastres naturales), y empeora.
Analicemos qué pasa entonces en un mundo con poca energía y muy cara. Unos 2.500 millones de personas deben utilizar leña o grasa animal para cocinar, iluminar y calefaccionar sus viviendas. La contaminación ambiental causada por el humo provoca afecciones respiratorias, tuberculosis y cáncer. La Organización Mundial de la Salud estima que esto cuesta 1,6 millón de muertes anuales. Además, debemos sumar aquí la enfermedad derivada de vivir con mal transporte y sin energía eléctrica. De hecho, la esperanza de vida aumenta a medida que se utiliza más energía.
Energías renovables
Los biocombustibles no resuelven muchos de estos problemas, y debido a la presión que imponen sobre el precio de los alimentos, hasta podrían ser peores. Surge entonces la cuestión de las energías renovables: viento, mareas y luz solar. Constituyen un desafío para la tecnología, hoy irresuelto. Desde una perspectiva sanitaria impresionan como la mejor opción, habida cuenta de que no contaminan y garantizan accesibilidad para la población más pobre, horizonte éste algo lejano.
Las trágicas imágenes a que asistimos ya están disparando en Europa el debate acerca del futuro energético de las naciones. Pero desde el punto de vista de la salud pública, la controversia se complejiza cuando consideramos el destino de aquellos que ni siquiera tienen luz.