Las mujeres somos hoy en día un poco más de la mitad de la humanidad, aportamos casi el 50% de la fuerza laboral que mueve la producción global, pero también llevamos adelante la porción más grande del trabajo doméstico y familiar. Además, somos multitud cuando se considera la cantidad de horas que le dedicamos a labores voluntarias.
Gracias a nuestra capacidad para el multitasking y nuestra tendencia a la hiperexigencia (atributos que no necesariamente son buenos para nuestra salud), en un siglo demostramos que podíamos ser brillantes científicas, maestras, políticas, artistas, pilotos, ingenieras o matemáticas, sin descuidar nuestro rol doméstico. Hoy en día, al menos en Occidente, las mujeres ocupamos un lugar cada vez más relevante en el ámbito productivo y profesional, estamos logrando posiciones de mayor equidad e igualdad en las sociedades que integramos, y éstas son, sin duda, muy buenas noticas.
Sin embargo, hay algo en el corazón de nuestras vidas cotidianas que sigue sin ser ni equitativo ni igualitario, porque si bien las mujeres salimos exitosamente al mundo (a pesar de todas las desigualdades que aún persisten) y contribuimos con nuestros ingresos al sostén familiar; los varones, nuestros compañeros de vida, no han hecho aún una entrada equivalente al territorio doméstico. Ellos todavía no reclaman el lugar de coequipers dentro de la sociedad conyugal: mientras que muchas mujeres aportan la mitad del efectivo para sostener los hogares, los hombres no suelen aportar la mitad del afectivo necesario para la gestión de la familia. Esta situación tiene tantas causas como personas existen, pero algunas de ellas tienen que ver con el desconocimiento (algunos varones no saben cómo ocuparse de ciertas cuestiones emocionales y tampoco suelen buscar ayuda a fin de aprender a gestionarlas). Por otro lado, el mundo doméstico ofrece poco glamur o reconocimiento social y la mayoría de las tareas son rutinarias y no generan dividendos.
Entonces, ¿cómo se encuentra la mayoría de las mujeres hoy? Agotadas. Es un esfuerzo enorme participar en el sostén económico del hogar y ser, casi en exclusiva, el soporte emocional del mismo. Por eso, una de las cosas que queremos y necesitamos, son varones que decidan entrar en el mundo doméstico y volverse cogestores emocionales de la familia, para que, además de cambiar pañales y cocinar, también puedan acompañar a sus hijos en el proceso que los convertirá en seres autónomos, aportando presencia física y emocional.
Vivimos en una era de escalofriante orfandad funcional en la que demasiados niños y jóvenes se encuentran muy solos a la hora de enfrentar un mundo que ni comprenden ni los comprende. Y aunque este compromiso con la presencia y el desarrollo emocional nos compete a varones y mujeres por igual, hoy resulta un desafío mayor para los hombres, a quienes los paradigmas sociales y las propias limitaciones todavía les impiden desplegar plenamente ese derecho y esas capacidades.
A fin de fundar familias y comunidades más armónicas, justas y solidarias, es necesario que enfrentemos este desafío con amor y coraje, para que hombres y mujeres podamos ser socios en el cuidado y desarrollo de lo más precioso que vamos a dejarle al mundo: nuestros niños y jóvenes.
Cuando una masa crítica de hombres haya podido dar este paso habremos ganado todos: los varones porque experimentarán la dicha del contacto profundo y nutricio con sus hijos, los niños y jóvenes porque disfrutarán de padres presentes y las mujeres porque sus vidas darán un salto cuántico en bienestar físico, psíquico y emocional.
Marilen Stengel es autora del libro La mujer presente y Directora Socia de Stengel-Batista, Desarrollo Humano.