El 6 de julio de 1885, Luis Pasteur marcó un hito en la lucha contra las enfermedades infecciosas al aplicar la primera vacuna contra la rabia al pequeño Joseph Meister, de nueve años, quien dos días antes había sido mordido por un perro infectado. Tan solo un año después, en Buenos Aires, el doctor Desiderio Davel inoculó a dos hermanitos provenientes de Montevideo, que también habían sufrido mordeduras caninas. Nuestro país se convirtió así en el segundo en utilizar este producto, que aunque no estaba exento de complicaciones, en su momento salvó muchas vidas.
Pasteur y su equipo de colaboradores elaboraron la vacuna antirrábica en 1882, mediante un procedimiento que consistió en aislar de una vaca rabiosa una cepa del virus, a la que luego usaron para infectar un conejo. A partir de este, volvieron a separar el virus y lo reintrodujeron en un segundo animal. Al cabo de una serie de repeticiones sucesivas de este paso, lograron inactivar el patógeno.
De esta manera, la vacuna consistía en una suspensión desecada de la médula espinal de un conejo infectado, la cual contenía aún una cantidad variable de virus vivo. Inicialmente, Pasteur la utilizó en perros y obtuvo resultados exitosos. En 1885, a pesar de no contar con el apoyo de la comunidad científica, decidió aplicarla al pequeño Meister. Después de salvarle la vida, el investigador francés rápidamente se convirtió en un héroe de la medicina.
El tratamiento fue luego aceptado a nivel internacional y en 1888 se fundó en París el Instituto Pasteur, que luego incorporó sedes en otros países, para proveer la vacuna antirrábica a todo el mundo. Un dato curioso: el pequeño Meister fue cuidador y portero del Instituto hasta 1940, cuando se suicidó como consecuencia de la invasión alemana.
Desde esta primera fórmula de Pasteur a la versión actual, la vacuna antirrábica sufrió diversas modificaciones, con el fin de encontrar medios de cultivo más seguros que permitieran inactivar al virus en forma completa y produjeran menos efectos adversos asociados. Inicialmente, se la produjo en cerebros de ratones lactantes y en embriones de pollo y pato. Luego se desarrollaron antígenos con mayor capacidad de producir defensas y más seguras, obtenidas en laboratorios a partir de cultivos de células, como las diploides humanas, las Vero (de riñón de mono verde africano) y las de riñón de hámster.
Hoy, la vacunación antirrábica está indicada para proteger a aquellas personas que corren un elevado riesgo de contagio, como veterinarios, personal de laboratorio que trabaja con el virus, encargados de fauna silvestre e individuos que viajan a zonas endémicas, como algunos países de Asia, África y Latinoamérica. También se utiliza para prevenir la enfermedad después de una exposición por mordeduras, arañazos o lamidas sobre mucosas o zonas con piel lastimada.
En Argentina, el último caso de rabia humana se registró en 2008. Se trató de un niño de ocho años mordido por un perro en la provincia de Jujuy. A raíz de este caso, se intensificaron las medidas de prevención en la zona, con campañas de vacunación antirrábica en perros urbanos.
Fuentes: Vaccines (5ta edición, 2008) y Todo es Historia